Wednesday, May 14, 2008

Historia de un jaguar en tierra de Otorongos (1 al 11 de 12)

CAPITULO 1


El que se presenta a continuación es un texto elaborado durante mi visita a Ayacucho. En él, se entrelazan muchas reflexiones sobre temas como el desarrollo, el terrorismo, las guerrilas... su extensión y mi tiempo obligan a hacer una entrega por partes. Espero la primera te deje con ganas de leer la segunda.

¿De qué está enfermo el Perú? No me consta, pero lo que sucede es que uno sale de Lima enfilando hacia el sur y el mundo parece terminarse. Las calles desiertas, el mutismo absoluto, el espacio sin sonrisas; “no pasa nada”, como dicen acá.
(Seguir leyendo)


Si Lima está aislada del mundo exterior, no sé que se podría decir del interior del país: no tiene pulso, no tiene un sistema vascular propio. Lima es el corazón y sus provincias son un dedo, una oreja, un brazo, una uña. Este país sólo recibe el bombeo de la capital y en la medida que se está más lejos del centro, en la sierra o en la selva, los latidos se hacen más y más débiles.

No hay una opinión local, no existe un criterio propio. En un cuerpo no piensan sus miembros, sólo siguen: siguen las noticias en RPP, la radio del Perú, siguen los programas estupidizantes, la página roja, los designios de la moda, todo en una sola caja boba. En el Perú, las provincias se ahorran el trabajo de pensar: este país es el que la televisión quiere que sea. El mundo es tal como las cadenas nacionales lo pintan.

Fácil, así no hay que preocuparse de los inconformes.

El sistema nervioso central también tiene problemas. Es un viejo que ha perdido la sensibilidad. Sólo se da cuenta que sus dedos pelean entre ellos cuando éstos han llegado a la sangre. No nota que están inconformes por no ser tomados en cuenta: cuando Sendero Luminoso, tuvieron que pasar años para que los ricos del país sintieran pena, vergüenza, tristeza y deshonor; se pueden matar los de Puno o los de Chiclayo y la prensa hablará de “unos cuantos revoltosos”, de unos “rijosos sin quehacer” o de unos “inconscientes que cierran la panamericana”. Que se pudran las provincias, si no aportan nada al país.

Bueno no todas. ¿Cusco? Cusco, Cusco…. Cusco… ¡Ah, sí! ¡Cusco! En el sur, ¿no? Sí, claro, el sitio de juerga de los jóvenes limeños que terminan la secundaria y por supuesto, Machu Picchu, el sitio para los gringos. “No, no he ido, pero dicen que es bonito”.

¿Ayacucho? Claro, el sur pobre, ahí empezó… Sendero. Creen que de ahí era Abimael, el loco que quería cambiar el sistema económico a bombazos. ¿Qué más? No, nada más. Ni quien conozca, si hasta él se tuvo que ir de ahí hacia Lima, porque sólo desde el centro se tenían todos los cables de la marioneta. ¿Y si en lugar de un terrorista sólo hubiera sido un serrano más, migrando a la gran urbe? Si se hubiera quedado en Ayacucho, seguiría libre y planeando la revolución.

También está Máncora con sus lindas playas para pasar 4 días en el verano. “Pero después te vuelves, no hay nada más qué hacer”; o Arequipa, pero ese es otro país, ellos viven en lo suyo; con ellos, mejor ni discutir, son ¿cómo decirlo? Raros…

No, las provincias no piensan. Lo que pasa, pasa en Lima.

Lima. La gris, la ventosa, la austera, la caótica, la capital. Un corazón triste, un alma criolla que le llora a Chabuca, que vive de sus triunfos pasados, de las referencias de antaño: “cuando el Hotel Bolívar, cuando el Callao, cuando los baños de Chorrillos…”

La capital mira al mar y le da olímpicamente la espalda a la sierra y a la montaña. Pero, ¿qué otra cosa le puede dar si espalda es lo único que le queda? El guano se acabó, el caucho también, la harina de pescado ya no es negocio, la Nao de China no pasa más por Lima y de la minería sólo llegan dólares a unas cuantas casas de San Isidro. Lima es sólo un viejo marinero que contempla el mar preguntándose cuándo podrá zarpar de nuevo.

El Perú no es Lima, pero sin Lima no hay Perú. En este país uno se entera de las noticias internacionales en la prensa local dos días después de leerlas en Internet. “Noticias con conciencia ecológica”, se podrían llamar: compactadas, condensadas, recicladas, rumiadas, fagocitadas, recortadas: el Perú es una potencia minera; el TLC traerá sólo beneficios, Bush es el único cruzado contra el terrorismo mundial, los bolivianos negocian a oscuras con la Bachelet, Fujimori es inocente…

¿Es una enfermedad o una condición natural?

Desde que leí a Rist y su crítica al “desarrollo” me lo pienso dos veces. ¿No es cierto que el desarrollo y el combate a la pobreza traen aparejada la entrada de los “subdesarrollados” al mundo accidentalizado, y que lo que se busca al sacar a los pobres de su pobreza es hacer que también tengan dinero para unos zapatos Nike y un teléfono celular? No queremos un mundo más justo, queremos más clientes.

Rist da, después de sus trescientas páginas de disertación, tres opciones: seguimos con el sistema que tenemos, jugando a creer que ONG, ONU, UNESCO, Save the children, y organizaciones por el estilo son un paliativo contra la pobreza y “hacemos como”: “hacemos como si sus estrategias funcionaran”, “hacemos como si de verdad estuviésemos luchando contra los orígenes de la pobreza” y “hacemos como si los foros mundiales, congresos y directivas internacionales fueran útiles”, o bien nos pasamos al lado de la crítica, al grupo de los que todo lo acusan y que en ocasiones no tienen claro el motivo mismo de su lucha pues ésta es una suma de explicaciones contradictorias, de los que miden los cambios desde los mismos paradigmas que intenta cambiar (y terminan por llegar a resultados que los dejan en el punto de partida), o finalmente, dice, abordamos temas específicos desde ópticas particulares, buscando organizar a un gran grupo de estudiosos con una misma idea en mente que, en una visión más crítica, pongan en evidencia la necesidad de denostar la riqueza del mismo modo que se hace con la pobreza, intentando poner en evidencia que el intercambio cultural no tiene porqué hacer “desarrollados” y “subdesarrollados”, ni uniformar y calificar a todos desde un mismo grupo de “verdades absolutas”.


Estandarizar, homogeneizar, igualar, acercar, globalizar. ¿No será entonces que los países no están enfermos, sino que los vemos enfermos? Si no come lo que yo como, si no estudia lo que yo estudio, si no gana lo que yo gano, entonces está enfermo. “Se siente pobre –dice una vez más Rist- quien mira lo que tiene el otro y que él no tiene”. Y no es una manera de justificar, sino de ver las cosas.

¿Es lógico que un país con una alta tasa de natalidad tenga una alta tasa de mortalidad infantil? Puede ser lógico, pero no humano para algunos ¿y es humano que una persona atesore tanto dinero que difícilmente podrá gastarlo en toda su vida? Puede ser humano, pero no lógico. Condenamos la infidelidad femenina, pero no la masculina; va a la cárcel el que se roba un pollo en un negocio, pero no el que miente sobre los motivos para hacer una guerra. ¿No será que nuestra concepción del mundo está tan mecánica y consistentemente bombardeada por las estructuras sociales de occidente (Roma, Grecia, la Declaración de los Derechos Humanos, la comisión Brundtland, la conferencia sobre el cambio climático, CNN) que hemos perdido la capacidad de preguntarnos si no hay otras alternativas, si no cabe el espacio de la duda, si no necesitamos un cambio de paradigmas?


Aún llegado a la ciudad, continuaba interrogándome si de verdad sabía la dirección que había que tomar para cambiar al mundo: hasta el “desarrollo sostenible” me sonaba a una nueva frase del Evangelio según San Bancus Mundialis. Era demasiado. Cuestionarse con frecuencia es bueno, pero dudar de todo te deja flotando en la nada.

Casi me olvidaba que el mío era un viaje en busca del Perú profundo, y que no iba por el Grial ni el Vellocino dorado, mucho menos por las nuevas tablas del destino, pero no podía evitarlo: el viaje va forzosamente acompañado de la duda metódica. “Torno e cogito, ergo sum”.

Con todo, era el momento de abrir los ojos al presente: una vez más, me encontraba solo, filosof-andando por una calle desconocida, antes del amanecer, con mi mochila en la espalda, precisando un lugar para comer y pensar en lo que seguiría. Ayacucho, al fin llego a ti. (continuará)


CAPITULO 2
Museo de la memoria. Si algo me había movido a venir a Ayacucho era esa idea de ver la historia desde otra perspectiva. Quería saber si alguien me podía decir que lo aprendido en México no era del todo falso.

Eran los años ochenta, en mi casa, como buena casa de intelectuales, se escuchaba Radio Educación o Radio Universidad. Todos los días despertábamos con el noticiero radiofónico que nos contaba lo que sucedía en Afganistán o en Colombia con el M19 y las FARC; tengo muy claro que Nicaragua era un tema de todos los días: Ortega, el Frente Farabundo Martí, Somoza. Una y otra mañana nos enterábamos de los golpes de las guerrillas que, repartidas por América Latina, buscaban un mundo mejor, luchaban por el socialismo, por las causas justas de liberación y de reacción contra la intervención americana que buscaba mantener a sus esbirros dictadores en nuestro continente lleno de hermanos con un sueño “de Latinoamérica unida, como la que Bolivar soñó” (esas eran la voces de Willie Colón y Rubén Blades, que sonaban en un LP de 33 revoluciones y después de “Plástico”, cantaban “El padre Antonio y su monaguillo Andrés”, para después seguir con “Siembra”).

Era frecuente que a la hora de la merienda, tuviera que acompañar mi pan con mermelada con preguntas a mis padres: “¿y quién es Kissinger? ¿Por qué Fidel Castro habla del imperialismo? ¿Qué es eso de la moratoria de la deuda?”

Tendría unos 13 años cuando escuché al presidente Alan García diciendo que no pagaría la deuda, y que a los gringos se los pasaría por el arco del triunfo porque su país no seguiría los designios de las recetas internacionales. Recuerdo que todos nos emocionamos de que alguien tuviera semejantes pantalones. Cada golpe al establishment era para nosotros una pequeña victoria: “los latinos se levantan, al fin nos rebelamos de esos malditos gringos”. Pero al poco tiempo caíamos en cuenta que Pinochet, Stroessner, Noriega y todos esos aniquiladores, se mantenían en pie apoyados por la United Fruit Company y la Chiquita Brand.

Aún así, guardábamos el ánimo. Los amigos argentinos, chilenos, peruanos, uruguayos, nicaragüeños y venezolanos que venían a la casa para hacer tertulias, cantar música de sus países y aborrecer a sus sistemas políticos que les habían corrido, encontraban en estar juntos, una poderosa arma de resistencia: México, el país hermano que les había recibido a ellos y a sus hijos, les daba también la oportunidad de escribir, cantar, criticar, luchar.

En ese contexto escuché hablar de Sendero Luminoso. A veces pienso que yo, lejos de este país, estaba más enterado de lo que estaban muchos de los que hoy son mis amigos limeños; si en el presente la cerrazón mediática es tal, no logro imaginarme cómo sería entonces. Yo escuchaba hablar de las torres de luz que se caían, de los enfrentamientos en Ayacucho, de los muertos, del quechua.

En mi cabeza, Sendero Luminoso representaba la lucha contra el imperialismo: la romántica idea de Sansón contra Goliat; de Robin Hood contra el tirano. Una más de las esperanzas de mi continente que no accedía a doblegarse, a pesar de que el Ché hubiera sido muerto, de que la CIA apoyara con millones de dólares en armamento a los gobiernos tiránicos, de que la ronda Uruguay no llegara a nada.

Pero el tiempo me hizo ver que no todo era tan sencillo ni tan esperanzador: sabíamos que las guerrillas también cometían abusos y que a veces respondían a intereses distintos a los del pueblo. El caso del Perú no era diferente: mis pláticas con la gente de Lima me han servido para desmitificar el asunto, pero sentía la necesidad de escuchar a alguien que lo hubiera vivido de cerca, en carne propia y que no fuese únicamente el juego de acusación o el de la reflexión que llega hasta las lágrimas por nuestros muertos, pero no presenta un análisis formal, crítico, documentado, que permite conocer la visión de todos los participantes. Me parecía que hasta ese momento, sólo había escuchado versiones parciales, como si las hubieran sacado de un manual llamado “Qué responder en caso de curiosos”.


Tal vez por ignorancia, acaso por idealista o probablemente por el simple deseo de ver un mejor mundo, he sido solidario con la lucha armada aunque jamás he osado empuñar un fusil. Sin embargo, siempre he pensado que llegado el momento, el hombre apasionado responde a quien le rompe la ilusión con el mismo instrumento con que se le ataca.

Me parece que clasificar a todos los movimientos armados en un único segmento es una visión excesivamente simplista y en última instancia, tonta. Soy de la opinión que si denostamos a quienes toman el camino de la guerrilla, deberíamos de aborrecer aún más a los gobiernos que, a sabiendas de que detentan el monopolio de la violencia, responden con un arma a quien les lanza una piedra, haciendo uso de su fuerza para chocar y no para pacificar: un gobierno no se sustenta en su milicia, sino en su base ideológica.

Creo que la violencia es la respuesta más baja del ser humano: es una solución cuasi-animal en la que se pierde cualquier rastro de racionalidad y no debería suceder. Los ejemplos de represores son muchos y sin embargo, pocas veces se escucha una crítica a los poderosos que la ejercen y en cambio, bastantes a las minorías que protestan; con frecuencia se olvidan que hay momentos en los que el oprimido no tiene más que perder, y esas medidas, aunque extremas, tienen una razón histórica de ser: las revoluciones mexicana o cubana, las FARC, el zapatismo, Lucio Cabañas, Irak, Viet-Nam, el IRA. Todos tienen justificaciones distintas, pero también tienen un motivo de lucha: el hartazgo ante la opresión constante y sistemática. Muchas cosas seguirían como hace siglos si no se hubiese llegado a estas revueltas. La misma historia francesa tuvo que pasar por excesos y aprendió de ellos; los norteamericanos tuvieron una guerra civil por algo que hoy nos parece indefendible: el esclavismo (¡y hace menos de 200 años!).

Yo no buscaba a alguien que me dijera que Sendero era bueno, no. Pero necesitaba escuchar voces críticas que dijeran que su lucha defendía una idea, que no era un grupo de pandilleros que colgaban perros, volaban torres, ponían bombas y mataban inocentes simplemente porque sí. Necesitaba saber por qué, aunque se les abomina, permanecieron 20 años en la escena política, máxime que jamás recibieron, como decenas de guerrillas del continente y más allá, ayuda de otros países. El fenómeno, desde mi punto de vista, era más profundo que una cloaca y requería más estudios que los necesarios para determinar la locura.


Y creo que poco a poco voy encontrando cosas para pensar que (claro, el investigador siempre busca comprobar sus hipótesis y en el fondo quisiera que todo fuera como él lo ha pensado) apenas se conoce el camino, pues el pozo tiene kilómetros de profundo y la luz no ha llegado.

Una de las razones podría ser la extrema cerrazón de Sendero, que no tiene un interlocutor en el que pueda confiar, ni un canal de expresión lo suficientemente liberal como para no distorsionar sus declaraciones. Por otro lado, es claro que muchos de sus partidarios bajo vigilancia no tienen permitido expresarse. Y más allá de todo, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), con todo y el despliegue mediático, participantes e investigación, fue lanzada por el gobierno, pero participó en ella gente de la derecha recalcitrante (se dice que el mismo Opus Dei estuvo ahí).

El Perú, como en muchos países, algunas personas tienen problemas para saber cuál es su mano derecha y cuál la izquierda. Esta situación se repite en la política: hay un par de gentes de la izquierda de los setenta que no quiere ser relacionada con Sendero y por supuesto lo aborrece, pero que se creen aún “socialistas” (o incluso comunistas) de viejo cuño y existe otra izquierda, la del APRA (no olvidemos que su logo es una estrella maoísta), que hoy en día está más a la derecha que el mismo Sarkozy: el APRA nació con el PRI mexicano y ha practicado desde entonces el camaleonismo político, moviéndose hacia donde se balancean los intereses de la cúpula (esto podría ser bien sabido por alguien nacido en los setenta, pero un joven “generación noventa” requiere que le recordemos que Alan García versión 1.0 odiaba a los americanos, mientras que Alan García versión 2.0 reloaded, fue capaz de irle a besar los pies al congreso norteamericano para la aprobación del TLC).

Bajo estas circunstancias, ¿Qué se puede decir de la objetividad de la CVR?

La persona con quien me entrevisté por casualidad, una abogada, no comunista, mucho menos militante, simplemente familiar de desaparecido, me mencionó que no le parecía que la CVR hubiese sido imparcial pues había “olvidado” hacer muchas entrevistas, visitar sitios lejanos y prestar atención a muchos detalles.

Estuve más de una hora y media en el Museo de la Memoria: una casa de dos pisos que en la parte inferior tiene una sala de reuniones y en la superior una pequeña instalación con relatos impactantes de familiares de desaparecidos. Éstos, escritos en pequeños cartones de color amarillo de no más de una página de extensión, cuentan las atrocidades pasadas. Pasé todo el tiempo de la visita con un nudo en la garganta, con ganas irrefrenables de gritar una y otra vez: “¡¿Por qué, por qué, por qué!?” y de exigir una explicación. Uno no puede concebir que en una disputa, los más afectados sean los que se consideran el motivo de la lucha: la libertad de unos, la paz de los otros.

Haydee (16) y Raúl (14), estudiaban en el C.E. “Los libertadores” de Ayacucho, cursaban el 2° y el 1er año de secundaria, respectivamente. Su mamá, la Sra. Victoria Pariona era viuda y tenían otros 4 hermanos menores.

Haydee ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa y cuidaba de sus hermanitos. Los domingos, Raúl lustraba zapatos en la plaza mayor para ayudar con los gastos del hogar.

Victoria Pariona se encontraba en Lima cuando el 31 de octubre de 1984 a las 5 de la tarde Haydee y su hermano Raúl llegaron del colegio y mientras jugaban un desconocido intentó esconderse en la casa de la familia cuando huía de una batida, luego los militares ingresaron a buscarlo y encontraron a los niños: se llevaron a Raúl y Haydee.

La madre de los niños volvió el domingo 3 de noviembre, fue al cuartel “los cabitos” y preguntar por los niños y los negaron. Esa noche soñó que Haydee le decía “¿Mamá, por qué no empujaste esa puerta? Ahí nomás yo estaba sentada”. Los encontró el 30 de noviembre; con signos de tortura y en una fosa común.
(Haydee y Raúl Sacsara Pariona, museo de la Memoria)

Cada vez que pasaba saliva sentía el sabor de mis lágrimas reprimidas y no podía sino seguir mirando y leyendo y preguntándome porqué estas historias apenas eran conocidas de las nuevas generaciones. Me costaba, y me cuesta aún, comprender cómo es que nadie haya cuestionado todo lo que está alrededor de las rondas campesinas (grupos armados por el gobierno para su autodefensa), los guerrilleros, las fuerzas políticas, las policíacas, las de inteligencia y las militares. Una chompa por acá, una camisa, una carta escrita en un trozo de papel, una fotografía, todos representaban a un desaparecido, a un muerto, a un cuerpo nunca encontrado.


Qué corta es la memoria humana.

Después llegó ella y luego de las presentaciones de rigor comenzamos a charlar sobre el mínimo interés que se tiene por hallar a los desaparecidos y castigar a los culpables. Hablamos de fosas que aparecen en campos militares y zonas aledañas, de lo costoso que resulta hacer análisis para identificar a las personas que ahí se encuentran, de la constante vigilancia y represión a la que están sometidos los grupos como el suyo, de cómo los intereses políticos son más fuertes que la sed de justicia y de la importancia de mantener el ánimo ante la crudeza de la vida.

De las ONG extranjeras y sus escasos apoyos ni hablar; en algún momento fue también motivo de plática el poco tacto de algunos practicantes internacionales, que en más de una ocasión hacen prueba de ignorancia absoluta acerca de los temas sobre los que supuestamente vienen a auxiliar.

En algún momento la conversación derivó en la bibliografía que se ha escrito al respecto del conflicto armado y comprobé que en efecto, poco es el material que se puede considerar objetivo. Coincidimos en que la nueva ola de escritores noveles del Perú ha premiado una visión completamente citadina y superficial. Concordamos en que Roncagliolo (no puedo evitar cierto desdén por estos jóvenes peruanos que, como los jóvenes mexicanos hijos de familias pudientes, se van a Europa para buscar la fama a expensas de la billetera paterna), haría mejor dedicándose a escribir novelas, pues el trabajo periodístico de su último libro, “La cuarta espada” es más pobre que el contenido calórico de la Inca Kola light.

Eso me hizo recordar cuando hace un año, en la Laguna de los Cóndores, pregunté a Sinecio (mi guía), sobre el viaje de un representante del Instituto Nacional de Cultura (un tipo con un parecido bárbaro al extinto Vittorino), que nos contaba toda una aventura por el campo con el apoyo, no de uno, sino de dos, caballos. Por toda respuesta obtuve de mi nuevo amigo una pequeña y aleccionadora frase: “hay gente que habla más de lo que hace…”

Roncagliolo no pasó a visitar al museo de la memoria, ni se entrevistó con gente del grupo. No fue al campo a hablar con los campesinos; no entrevistó a Abimael, no visitó las fosas que se han encontrado y que están actualmente siendo estudiadas… ¿qué clase de investigación fue la que hizo, entonces? Como lo dijo la abogada, levantando el pie derecho en ademán de patear a un imaginario Santiago: “Fuera de aquí. Que no diga que es periodista profesional, mejor que se quede con su Abril Rojo”.

Me despedí, con dos ideas opuestas en mente: un enorme interés por conocer más a fondo toda esta historia y miedo de saber más e involucrarme al grado de no poder dejarla.


Una vez en la calle me paré en la acera de enfrente para dar una última mirada a la casa: como todo en el Perú, puertas cerradas, ventanas enrejadas, pocas puertas. ¿Para que no se salgan las ideas o para que no entren los vientos que todo borran? Tal vez por eso hayan pintado en toda la construcción una serie de murales que representan la lucha de los familiares por encontrar a sus olvidados. Un faro que se yergue exigiendo justicia mientras el mar urbano arremete con su presente, insistiendo en la curación por olvido.


De vuelta, rumbo al centro de la ciudad, no podía dejar de pensar en Sendero y en Abimael: en las condiciones del país en ese entonces, la llegada de un líder que ofreciera cambiar la situación social debe haberle dado amplia ventaja: eran los ochenta, Cuba significaba el bastión de lucha anticapitalista, el gobierno militar argentino acababa de caer, ¿es que el Perú estaba ya, desde entonces, tan aislado del resto de América Latina? Además del análisis profundo que había realizado sobre la situación, es claro que Guzmán no era un improvisado: evitó buscar el apoyo de la China comunista (aunque pasó allí un tiempo capacitándose en la lucha armada y en los conceptos del marxismo) porque decía que se debía evitar la dependencia del extranjero, leyó con detalle a Mariátegui, quien, a principios de siglo publicó sus “7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana” (texto que personalmente me ha parecido brillante, analítico y muy descriptivo de la historia del país), y fue un férreo defensor de la educación. Hoy cumple una pena de prisión a perpetuidad.

¿Cómo es que Sendero, siendo tan salvaje, como dicen, pudo sobrevivir todo ese tiempo? ¿Un grupo de gente convencida, liderada por una cabeza que al caer mostró su mala organización o, a la usanza de los Chavín o los Huanca (o cualquiera de nuestras culturas ancestrales), simplemente un grupo que maniobró basado en el terror? Tal vez después, con más información, pueda abordar mejor este asunto que, además de apasionante, me podría dar material genial a nivel de investigación. Estoy convencido de que hubo muchos errores y excesos en el manejo de su estrategia, tanto política como militar, pero también creo que había ideas de cambio, y en este país en que el estatismo (no por el poder del Estado, sino por la monotonía) es el camino que todos siguen, Sendero representaba al menos una oferta.

A pesar de que han pasado años, percibo cómo hacer preguntas es entrar en un campo minado: aunque han pasado ya dieciséis años desde la captura de Guzmán en el 92, hablar de Sendero en el Perú, es aún invocar a un tabú: no hay ceja que no se arquee cuando uno toca el tema, máxime si uno dice que hay más que analizar, que no todo es blanco y negro, que la propia situación económica motivó estos movimientos y que algunos de sus planteamientos son justificados. Me da miedo preguntar: cada vez que lo hago, percibo ese vientecito ligero que sopla detrás de la oreja cuando alguien lo mira a uno por encima del hombro. (continuará)

CAPITULO 3



Continúo con el texto iniciado hace días. Las entregas se prolongarán un poco, así que si lo estás disfrutando, ten por seguro que seguiremos visitando el Perú juntos.

Y el muy iluso pidiendo agua caliente. Como si no recordaras que la calidad del alojamiento y de la alimentación es inversamente proporcional a la distancia de las ciudades: entre más te alejas, menor surtido de alimentos; entre más lejos estás, menos agua caliente y buenas camas. Es una lógica simple para sitios a los que toma horas llegar o que recibieron la electricidad hace apenas uno o dos lustros.

Y aún decir que cuentan con sistema eléctrico es una cosa: ver cómo funciona es otra. Al primer aguacero, la intensidad se reduce al 50%, y al siguiente chaparrón, es corte completo; hay días que enchufas la televisión y lo más que obtienes es una estación de radio; conectas la licuadora y tienes un ventilador de bolsillo. “Pronto contaremos con jacuzzi y sauna”, anuncia jocosamente un albergue de la sierra.

En las encuestas que se hacen a los turistas en el Perú, la queja más común es que no les gusta levantarse temprano. ¡Pobres ilusos! Si el general Velasco Alvarado lo decretó durante la Reforma Agraria, y aún no hay nadie que lo contradiga: (por el contrario, Alan promueve la Sierra Exportadora) ¿a quién se le ocurre que podrá levantarse como buen capitalista, en un país campesino? Si quieres ir a Vilcashuamán, hay que salir a las 6, con el sol.

A las 5:45 me encontraba subido en mi democrático minibús en el que el chofer y su ayudante siempre hacen la magia de acomodar 18 pasajeros con sus respectivos enseres (desde gallinas hasta cuyes, pasando por arroz en bulto y piezas de recambio para tractores, yuntas y motobombas).

En menos de lo que uno se imagina, dos decenas de humanos abordan el saturado transporte (y yo que reía del racista y mal chiste que dice algo así como “¿Cómo metes a 10 gringos en un Volkswagen? Muy fácil: les tiras un billete de 10 USD al asiento de atrás”) y arrancamos dejando la ciudad a paso más rápido del que uno pensaría que puede avanzar una camioneta modelo ochenta y tres, importada de Corea –aún se pueden ver algunas frases asiáticas en la carrocería-, a la que ya cambiaron el volante de la derecha a la izquierda ¿Quién dice que el Perú no recicla?

Cuatro horas para ciento dieciocho kilómetros. Suben, bajan, cargan, descargan, nos detiene la policía para hacer una revisión (vaya usted a saber qué tipo de trabajo harán, porque no dicen absolutamente nada por la saturación, ni por el equipo de seguridad, ni por las llantas lisas, ni…) y después de muchos paisajes, quebradas, montañas, desfiladeros y zonas verdes, llegamos a Vilcashuamán.

Al fin, la sierra. Vilcas, como la llaman de cariño, es parte del alma de este país, un pueblo singularmente sincrético: en su base, una construcción inca impresionante; sobre las ruinas, una iglesia católica, apostólica y romana en la que San Pablo y la virgen del Carmen tienen más parecido a Atahualpa y la Señora de Cao que a un retablo europeo. Recuerdo que cuando estudiaba la universidad, llamaban “tropicalización” al hecho de que en los Mac Donalds de Japón hicieran hamburguesas de huevo. También en la época se volvió famosa Penélope Cruz y las grandes empresas de cosméticos ya no las quisieron tan rubias y descoloridas. Me pregunto si los españoles habrán asistido a los cursos de marketing de mis profesores.

“Vilcas”, es no es muy grande: cuenta con su plaza principal de siempre y unas cuantas calles empedradas; el resto es tierra afirmada. A pesar de que había pensado en quedarme, recorrí la parte turística y un poco del pueblo desde temprano. Para las doce del día, sólo me quedaba escribir mi diario o buscar un poco de ejercicio físico, y esto fue lo que decidí hacer. A pesar de que una linda chica me dijo que me tomaría unas cinco horas de caminata llegar a Vischongo, decidí probar suerte. No sin antes preguntar a alguien que tuviera cara de mirar algo más que novelas y Discovery.

Al final, fueron unos doce kilómetros de recorrido, por el campo y haciendo zig-zag. De nuevo el pasto, de nuevo la montaña, lo verde, el ejercicio. No fue muy complicado pues el 90% fue de bajada. Pero si de algo no hay duda, es que el campo te revive las ideas.

“Si no lo estás disfrutando, deja de hacerlo”, o Samuel y sus frases mágicas que obtiene de los momentos ociosos. Por este tipo de reflexiones he dejado tantas cosas en el camino. Cuando la voluntad se combina con la posibilidad, el hombre es capaz de abandonarlo todo. Este pensamiento llegó a mi mente porque en un momento del camino me dije que sería bueno que ya llegara (el clásico e infantil “¿Ya vamos a llegar, papá?”), lo que me dejó pensando que no estaba disfrutando el momento. Y es que me parece que nos sucede con frecuencia: “ya quiero terminar este libro; ya quiero acabar este trabajo; ojalá se terminara pronto en camino”con esa forma de pensar, demostramos que nos olvidamos de disfrutar el momento y queremos alcanzar la meta, pero no estamos viviendo la carrera.

Debería dejar de hacerlo entonces, puesto que no está siendo entretenido. ¿Y de qué sirve llegar si sólo es por el interés de pisar la alfombra de entrada? Por eso son tan cortos nuestros momentos de felicidad…

Por fortuna, llegué antes de tirarme a llorar ante la moralina que yo mismo me estaba dando –poco faltó para lanzarme por la cañada, de tanto pensar. Si Vischongo hubiese estado más lejos, este viajero pudo haberse sacrificado.

Afortunadamente no había agua caliente, y la ducha fría me hizo sentir lo gratificante de vivir en esas condiciones, a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, con un sol radiante pero un viento frío que se cuela por los dos huecos que hipotéticamente un día tendrán un marco y vidrios para llamarse así ventanas y permitan la acumulación de la también esperada agua tibia. Si las axilas y las partes que uno pudorosamente oculta no se limpian a profundidad, al menos es seguro que las neuronas resucitan.


Un poco de estoicismo (¿no es esa una de las nobles virtudes del budismo, el aprendizaje a través del sufrimiento?) y listo: el resto de la tarde no habrá malos pensamientos ni pies helados. Unos tallarines con una carne apenas dibujada serán un excelente acompañamiento para los dos panes y una empanada de la mañana.

Mi habitación, enorme, con tres camas y un foco que se enciende girándolo sobre su base (pero sólo deja ver sus filamento carmín por lo débil de la corriente que llega) hace pensar en un desván del siglo XIX en la vieja Inglaterra, como cuento de Dickens o Wilde. Dos ventanas -por fortuna estas sí con vidrio-, una silla y una bella viga para colgar mi ropa recién lavada complementaban el panorama nocturno y levemente tétrico.

Sí, la mía era una vuelta a los orígenes del viaje. Un segundo piso escueto: sin luz y con una lluvia rítmica, que terminó por aplicar su virtud pacificadora sobre mi mente. A las ocho de la noche dormía el sueño de los justos. (Continuará...)

CAPITULOS 4 Y 5

Historia de un jaguar en tierra de Otorongos (4 de ¿?) SORRY, a partir de ahora, van textos sin fotos.. mi conexión está bastante lenta.. si puedo lo arreglo después... pero por ahora sigue el relato solo.

Insisto, pero se qué tengo razón. Hoy por la mañana, mientras caminaba por la montaña me encontré con un caballo amarrado de las patas delanteras. Cuando uno pregunta porqué es eso, la respuesta es que con eso se evita que se vayan lejos y se pierdan. Maneras de ver las cosas, se dice. ¿Es para que no se pierda o para que su dueño no tenga que caminar mucho para irlo a buscar? Me hace pensar en muchos humanos: a los niños, para que no se caigan, los ponen en un corral; a los empleados, para que no se gasten el dinero en una borrachera, les pagan por partes. A veces pienso que deberíamos aplicar esa lógica para nuestros políticos: para que no roben, les cortamos las manos; a los especuladores, les quitamos el dinero; a los terroristas los matamos y a Bush, para que se deje de guerras, lo sacamos del salón oval.

Otras ideas serían que a los revoltosos les lavásemos el cerebro para que no piensen. Sólo hay que ver la prensa mexicana, basta con ver la televisión peruana, y a la colombiana y a la venezolana y a la americana y… Todos los canales, todos los noticieros (salvo unos cuantos que se escapan honrosamente) tienen el mismo monólogo legitimador: viva el mundo de las democracias, mueran los terroristas y Bin Laden, su jefe máximo, abatamos la pobreza dando unas migajas de nuestra mesa y unos dólares de la billetera: no es necesario que cambiemos nuestro Ferrari ni que dejemos de consumir caviar, porque eso alienta el libre comercio y ayuda a la equidad de nuestro mundo. Comamos productos orgánicos, pues demuestran que son producidos bajo sistemas que ayudan al planeta –e incluso a la democracia- (¡Si yo les contara, mis amigos…!); Chávez el loco, Bush el salvador; el capitalismo nos liberará y todos los que piensen distinto están contra el bienestar del mundo. No se preocupen por pensar en exigir, en soñar: nosotros lo hacemos por ustedes. (continuará)


Historia de un jaguar en tierra de Otorongos (5 de 12)

En el Perú, el artículo 51 de la constitución reconoce al quechua, al aymara y al castellano como idiomas oficiales. Un día no hace mucho, una legisladora del sur se presentó con traje típico y tomó la tribuna hablando en su idioma natal, el quechua. Rechifla total. Fue la comidilla de los diarios del día siguiente y la mofa de los telediarios sensacionalistas de la noche.

Claro. Los periódicos del Perú se hacen en Lima; las estaciones de radio (Radio Programas del Perú y Panamericana) transmiten para toda la nación desde la capital. ¿Qué niño decente de la ciudad habla quechua o aymara? ¡No! Eso se habla en las provincias, allá, por esos pueblos perdidos del país. En México es peor aún: a pesar de haber más de 10 idiomas con muchos hablantes, sólo reconocemos el castellano, pero eso sí, somos bilingües: Mac Donalds, Domino’s, Kentucky, Massachussets Institute of Technology, NAFTA, Apple, Ford, General Motors (Nadie mejor que Tin Tán para hacer una canción con las marcas de los autos), Internet, Chicago Boys, Yale, Brad Pitt, Angelina Jolie, Bart Simpson… habla inglés y conquistarás el mundo.

Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, más del 70% de los muertos durante la época de la guerra civil (no reconocida como tal, sino como de lucha interna contra el terrorismo: es más fácil acusar a un terrorista que a un insurrecto), eran quechua hablantes y fueron procesados, acusados y juzgados (o simplemente desaparecidos), ¡en castellano!

Pero en Lima, se ríen del artículo 51 y del indigenismo. Claro, si nunca lo vivieron en carne propia. ¿Excesos de la autoridad? Ninguno, si todos los que fueron juzgados recibieron las prerrogativas de ley. ¿Alguien ha escuchado hablar de Acteal, en México?

Sesenta y nueve mil según la CVR, más de 75 mil de acuerdo con el Museo de la Memoria. Pueblos enteros que caían en manos de los terroristas un día, de los militares el siguiente y de las guardias campesinas el tercero, sin saber a quién poderse confiar. ¿Alguien conoce un poco la historia de Colombia y sus cincuenta años de guerrilla o se conforma con que CNN diga que Uribe es lo máximo?

Don Jorge –pregunto al dueño de la posada con mi clásica cara inocente e ignorante- ¿Acá, lo del terrorismo, debe haber sido fuerte, no?

Y comienza una larga charla de noches sin electricidad, de historias de desaparecidos, de policías que aseguraban la paz y un buen día decidieron abandonar el pueblo. “No nos quedó otra que irnos detrás de ellos. Los pocos que se quedaron fueron asesinados y nuestras casas completamente saqueadas, pero luego vinieron los militares e hicieron lo mismo. Que quién les había apoyado, que quién estaba con ellos. Historias de persecuciones de militares a senderistas por el campo, con auxilio de helicópteros y de lucha a muerte: “dicen que ya los tenían cercados y entonces el jefe, uno de ellos, para no entregarse, se hizo estallar una granada en el pecho.”

Pero después llegó El Chino (Fujimori). “Él sí les dio duro” –dice mi interlocutor. Acabó con todos, sin preguntar, sólo disparando. Es cierto, muchos dicen que ha sido el mejor presidente, yo no quisiera decirlo, pero así como te ha comentado la gente de otros lugares, cuando él era presidente, había plata en la calle, los campesinos producían, yo vendía mucho en esta bodega: tenía todo esto (y señala el almacén de unos 6 x 7 mts.) lleno de productos, más otras dos habitaciones. Justo donde te estás quedando era una: llenita hasta el techo (ahora es albergue –viva el turismo salvador, me digo).

Después –continúa, llegó Toledo y todo se fue para abajo. He tenido que vender un terreno y un auto para poder seguir pagando los estudios de mis últimos dos hijos. Si no fuera por la primera que terminó y ahora me ayuda, los otros dos ya habrían dejado la escuela.

Y ahora con Alan, peor. No hay plata que circule (yo compruebo, dos veces llega gente preguntando por velas –la electricidad, para variar está muy baja- y se llevan las más económicas), no vendo casi nada (niega café, huevo, y vende dos medios kilos de azúcar en las dos horas que charlo con él).

Yo no sé en qué va a terminar este juicio –prosigue, Fujimori tiene tres abogados que lo defienden muy bien; él sabe hablar y siempre se declara inocente. De pronto don Jorge suelta una carcajada de medio minuto: sonora risotada que me devuelve a la realidad latinoamericana. Podemos pasar del enojo absoluto a la franca mofa sobre nuestra propia desgracia: ¿sabes qué? –me argumenta, Si le dan diez años de cárcel por ser mayor de setenta se le conmuta a la mitad, y si a eso le descuentan el año y medio que ya lleva detenido bajo arresto, en el 2011 se lanza de nuevo a la presidencia, e imagínate, ¡La gana! Otra risa larga. –La gana, repite mientras me mira con sus ojos juguetones. “¿Quién comprende a este país? Por lo pronto, nosotros nos vamos a vivir a Ayacucho…” Uno más que cae, víctima del centralismo latino: uno más que va en busca de la esperanza de la gran ciudad.

A las seis y quince de la mañana me voy a caminar.

Mafalda leyó un día que “al que madruga, Dios lo ayuda” y puso el despertador de la casa a las cuatro y treinta AM: “¡Pavada de ayudantes que vamos a tener mañana!”, dice en la última viñeta.


Arriba de Vischongo, a una hora cuarenta y cinco de marcha hay un enorme bosque de puyas de Raimondi. Es impresionante ver el conjunto de (¿árboles, arbustos, troncos, cactus? Tengo que averiguar su categoría taxonómica algún día)…

La planta de puya tiene unos 25 cms de diámetro y 20 de altura. La más alta debe tener un tronco de 60 cms de diámetro con 3,5 mts de altura. Con sus hojas, debe alcanzar el metro ochenta. Sumándole la inflorescencia, de otros 3,5 mts de alto y 50 cms de diámetro: es fabulosa. Yo, que me vanagloriaba de haberlas visto en Cotahuasi, me maravillo ante este espectáculo.

Único problema: no hay una sola cuyo tronco no haya sido quemado. Unos dicen que las queman porque de ellos se obtiene harina, otros inventan que así crecen más rápido y don Jorge me explica (después de comentarme durante una amena charla que jamás ha subido al bosque de puyas, y que tiene más de treinta años viviendo acá) que lo hacen para evitar que el ganado se espine, pues las hojas son extremadamente agresivas. Cada quien da su propia explicación, pero lo cierto es que si las dejaran al natural, conformarían un paisaje digno de ser promovido por el mundo (y comercializarlo, poner más hoteles, traer desarrollo y mejorar las condiciones de vida, y… me doy cuenta que aquí hay otra explicación: los globalifóbicos, altermundistas y conservacionistas deben ser los culpables, pues ellos quieren que todo se quede como está).

Al descender de mi pequeña excursión me topo con otro grupo de equinos –éstos sin las patas amarradas, pero curiosamente más fornidos y musculosos- y más adelante, con el de las patas delanteras atadas. ¿No será el Abigeo del que habla Manuel Scorza, que por artes de la magia literaria se ha convertido de nuevo en montura? Sea lo que sea, me mira como suplicándome le desate, pero soy incapaz de infringir el código educativo local. Esa noche se me aparece en sueños. Desde el fondo del acantilado me grita: “¡Justicia, justicia! ¡La constitución dice que todos somos iguales, que tenemos derecho a desplazarnos libremente, a no ser esclavizados! ¡Patria, victoria o muerte, venceremos!” (Continuará…)

CAPITULO 6



La pampa de Ayacucho. Una gran extensión con un enorme obelisco en el centro. Existen los que vienen y alegan que sienten el fragor de la guerra, otros, la energía de la independencia. Dicen que el nueve de diciembre recrean la batalla: ocho mil doscientos realistas de un lado y cinco mil ochocientos patriotas del otro. Para juntar tal cantidad de personas, reúnen a niños de las escuelas y me imagino que también a sus profes, que por una vez al año jugarán al estratega militar con destino escrito. “La historia está escrita” –le dijeron a Lawrence de Arabia y él, empecinado, se fue a mostrarles que era falso.


A las ocho de la mañana se respira mucha tranquilidad. Sólo unos cuantos locales, niños, se acercan para ofrecer paseos a caballo y la canción de la Pampa de Ayacucho. Decido arriesgar mis 3 soles para escuchar a Luis, Yovana e Iraida (ésta última escribe su nombre en mi propia libreta), quienes cantan la historia de la batalla en una canción de huayco que intercala a los hombres valerosos que vencieron a los españoles, con la historia de los ocho periodistas muertos en Uchurajai (y me digo que Sendero sigue ahí, otra vez ahí, cruzándose en el camino y recordando que no está extinto). Unas estrofas en español, otras en quechua y los tres chicos que saltan sobre sus pies mientras entonan con su fuerte voz el cántico… al final les pregunto si conocen la historia de la batalla y Luis me la cuenta muy rápidamente, como si la hubiese sólo memorizado sin interés. Y su escuela se llama “Libertad de América”.


Otra vez la libertad, la América unida. Ese discurso interminable que nunca cuajó en la realidad porque la realidad es que somos un crisol cultural, porque hasta nuestro español es distinto, porque nos han mostrado la historia con diferentes tonos y colores con héroes distintos: nosotros no tuvimos Allende, ni Somoza, ni Marulanda, tampoco Uslar Pietro, ni Horacio Quiroga, no poseemos a la chiquitanía, ni hemos navegado el Amazonas o sufrido y gozado el caucho; no descendemos de los barcos como los argentinos, ni tenemos araucanos, patagones o mapuches. No fue Pizarro el que llegó a nuestras tierras, ni Pedro I. Sí, tenemos un poco de Rubén Blades, de sueño guevariano, de guerrillero cubano, pero no, no hablamos quechua, guaraní, mapuche, créole o aymara. Somos tan hermanos como un sueco y un alemán; como un portugués y un polaco; como un croata y un albano… hermanos.

Ayer, después de bajar de mi caminata a las puyas de Raimondi subí al sitio llamado Intihuatana. Una pequeña laguna alrededor de la que se establecieron los incas, aunque presumo que un poco antes estuvieron otros, pues son visibles las superposiciones en los estilos arquitectónicos. Ahí, dicen los que saben existía una morada imperial, con sus baños y aposentos. Desde este punto se ve perfectamente Vilcashuamán. Los pueblos de abajo, las puyas en lo alto (y me pregunto de nuevo porqué no he visto en las representaciones incas una sola de ellas). No cabe duda que la comunicación en el Tahuyantisuyo era casi aérea. Por las cimas de la montaña. Todo el Capac ñan (el camino Inca, sus más de 22 mil kms que van desde el sur de Colombia, hasta el norte argentino) pasa por las altas cumbres.


Después de mi visita, desciendo de nuevo a Vischongo, empaco mis cosas y corro, pues “hay combi”, lo que significa que hay que correr tras de ella so pena de esperar otra hora. Apenas alcanzo a despedirme de don Jorge y su esposa. Lástima, me hubiese gustado mostrarle fotos de las puyas para que se anime a subir, y me habría encantado charlar otro poco. Acá hay tanto que escuchar sólo raspando un poco la imagen de la historia. “¿Volverás al Perú?” me dice su esposa. Pero si en él vivo, me digo. Aunque claro, reflexiono un poco más tarde, depende de qué Perú hablemos ¿el de la profundidad de la sierra o el de la pseudo comodidad urbana?

CAPITULO 7



En el trayecto, casi cuatro horas por una sierra interminable, me pregunto una y otra vez cuál es la forma de dominar esta geografía. Cuando me interrogan sobre la de mi país, les digo que es muy similar: también hay montañas, ríos, selva, desierto, playa, sólo que en el Perú todo se maximiza y se va al extremo: las montañas superan los seis mil metros, la selva es gigante, los ríos dan origen al Amazonas, el desierto son los dos mil trescientos kilómetros de costa y así. Recorrer cuatrocientos kilómetros puede tomar doce, catorce horas; cruzar las quebradas a pie requiere más que ánimo, tiempo, condición física y un altímetro. ¿Cómo entonces facilitar la comunicación entre uno y otro lado de los Andes? ¿Cómo hacer más rápido el acceso entre dos pueblos de la misma sierra, pero con diferencias de elevación de mil metros? ¿Teleféricos, túneles de doscientos kilómetros de largo, una red de helipuertos? ¿Cómo crear mecanismos de innovación que faciliten la vida y no rompan con la belleza y tradición?



Conservar nuestras tradiciones. He aquí otra frase que me llega directo desde el subconsciente. En los pueblos, las mujeres continúan usando sus chales multicolores, con sus sombreros típicos. Las del Colca usan uno muy colorido y en Ayacucho es famosa la celebración de la semana santa… casualmente, el sombrero colqueño parece reproducir la cúpula de la iglesia de La Compañía, en Arequipa, y si siguiéramos con atención a gente que ha trabajado sobre el diseño en las culturas, veríamos que simplificar los trazos para mantener imágenes es historia común; algunos de los sombreros de las mujeres de la sierra tienen más de europeo que de prehispánico: es una especie de fieltro de técnica no utilizada en el pasado; y la semana santa es tan previa a la invasión de la cruz y de la espada como yo soy descendiente de esquimales. ¿De qué tradiciones hablamos? ¿del interés de la religión por mantener sus fueros, sus treinta y tantas iglesias en Ayacucho y sus doscientas capillas en Arequipa? ¿Quién inventó ese discurso de conservación de tradiciones, a qué intereses responde y a quién le resulta un buen negocio? ¿No es que estamos llenos de paradigmas y alimentados de discursos hegemónicos?

¿Has intentado hacer escalada con cuerdas de fibras naturales? ¿Has conducido una moto con sandalias de piel? ¿Has lavado los pañales de tela en lugar de usar desechables? ¿Te has rasurado con una máquina de afeitar de hoja? ¿Por qué no te desplazas en carreta? ¡Conserva tus tradiciones, conténtate con un calzón de manta!

Mis guías de Vilcashuamán (los de nombres tradicionales) Wilmer, Kevin y Jonathan me explican cómo se bañaban los incas detrás de lo que hoy es un jardín de niños. ¿La emperatriz Inca se bañaba con agua helada de río? Una vez al año, tal vez, pero no cotidianamente. La historia siempre tiene un porcentaje de ficción y si alguien lo duda, que me cuente cómo se hacían los sacrificios en el Templo Mayor, o cómo se construyó Stonhenge o los colosos de las Islas de Pascua.

Pero vaya, después de llegar a Ayacucho, decidí enfilar directamente hacia Wari, donde pensaba pasar la noche. En el óvalo del que sale el transporte me dicen que tal sitio sólo es arqueológico, pero que para pernoctar hay que llegar a Quinua. Aunque lo dudé un poco, un par de nubes tóxicas y contaminación auditiva me ayudaron a convencerme de que lo que menos quería, era ciudad.

Después de cuarenta minutos de camino, llegué al pueblo en cuestión. Al bajar en el paradero hay un pequeño restaurante con un anuncio de hostal y unos gringos almorzando en el jardín. “Gringos –me digo. Si lo que quiero es huir de esa gente…” (y se me olvida que por más latino que me sienta y que piense que no soy el clásico rubio de ojo claro con su guía de viajes Lonely Planet, sigo siendo gringo a los ojos de los habitantes locales: todos los extranjeros fuera de su tierra son unos extranjeros fuera de su tierra, y nada más.
En mi afán de desdeño subo las escaleras que llevan a la plaza principal y llego a una plazoleta de unos 60 x 30 mts. que tiene en el centro, unas cuantas casas blancas y una fuente muy sencilla. Podría ser el dibujo de un niño que pinta su pueblo: la iglesia, la policía, el hotel, el restaurante, la tienda de abarrotes: todo perfectamente pintado y organizado. No puedo dejar de pensar en lo original que es hallar un lugar así en pleno siglo XXI.

Pero lentamente la decoración se va cayendo: en el hostal no hay nadie y me dicen que atienden en el restaurante de abajo así que, mi querido Lawrence, sí estaba escrito, por más que Alí haya dicho que “para algunos no está escrito hasta que ellos mismos lo escriben”. Al entrar, saludo y pido, aprovechando que hay y no he probado más alimento que un par de duraznos en el desayuno, una trucha frita acompañada de papas y ensalada de tomate, limón y cebolla.


Breve charla con los gringos: otros emprendedores del turismo que llevan a unos alemanes a hacer un poco de trekking. Compañía nacional, pero con socios mixtos: ella alemana, él peruano. ¿Cuántos negocios en nuestros países están en las mismas condiciones? Y luego recuerdo ese principio del ecoturismo: “Los negocios son manejados por habitantes locales”. ¿Cómo responder en este caso? ¿Sí, pero con relaciones públicas foráneas? Por eso es que alguien dice que las encuestas son como una chica con bikini: atractivas, emocionantes, pero ocultan las partes verdaderamente importantes. Yo agregaría que nunca nos explican tampoco porqué se vistieron así. ¿Para atraer, aparentar belleza, desviar la atención?

Trucha de los andes, perfectamente deshuesada, con su respectivo ají-chile. Después de comer, un poco de charla con la dueña. Hablamos de México y me dice que su hermano estuvo allá con una asociación de artesanos. Hablamos de los miles de nopaleras que hay en el camino y recordamos que sólo usan la tuna. Prometo traerles nopales y hacer un guiso con ellos el día siguiente, pero el día propuesto, cuando vuelvo con mi bolsa llena, me hacen un pequeño desaire: ¿quién las va a pelar? ¿El que propuso la idea o los que quieren aprender? La receta termina por quedarse a medias por falta de acuerdo. Tal vez los peruanos nunca aprendan a comer nopales.

CAPITULOS 8 Y 9



Una vez más, corte eléctrico. Cuando cuente a mis nietos que en 2007 viajaba por el Perú y sufría por la electricidad, me preguntarán si no existía aún la fisión nuclear o si los humanos aún dependían para entonces, de las plantas generadoras de energía que transportaban la corriente kilómetros y kilómetros. “Tan normal que es contar con nuestros turbogeneradores portátiles, ¿no?” –me dirán.

Escribir a la luz de la vela tiene un sabor distinto. Como cocinar a la leña o calentarse con chimenea. Sí , se que otros se quejarán de las toneladas de carbono expulsadas al medio ambiente por estas actividades. No se preocupen, estoy suscrito a Clean-writting.org a pay-for-romantic-soirees.com, que por cada punto que compres con ellos, destinan el 20% de tu pago al mercado internacional de bonos de carbono. Gracias a él, se trabaja en la producción de leña sintética que permitirá consumir un trozo de facto-madera en cuarenta y ocho horas y al mismo tiempo exhalará un delicioso perfume de rosas mientras estás en pleno clinch romántico con vino tinto y alfombras de lana, revolcándote con una bella actriz, tipo playboy.

El otro 80% se va directamente al apoyo de ONG que se encuentran en la selva y en la sierra del Perú, auxiliando a los campesinos en el manejo de bosques sostenibles que capturan el carbono y lo transforman en madera y lápices que obsequian a los niños pobres del Congo y de Bangladesh y que al propio tiempo, cuando les falta la electricidad usan velas y madera para poder terminar las entregas mensuales que tú leerás en tu PC y evitarás imprimir para no gastar papel.

Todo sea por escribir acerca de los viajes por el Perú. ¿Cómo describir la lucha de nuestro mundo contra el carbono, si no cuento lo que sucede en naciones que precisamente inician su carrera en los “PSA” (Pagos por Servicios Ambientales). Sí, después del ecoturismo, nos tendremos que mover hacia la ecología y el valor de la molécula de carbono en las casas de bolsa de Nueva York, Londres y París. Ya le pusimos precios al agua, ahora comenzamos a comercializar el aire, ¿habrá dentro de poco “donaciones” de aire para países en desarrollo?



Por lo que veo en el mercado de Quinua, el tema no está aún en la diaria discusión de las marchantes. Ellas intentan hacer algo de plata de los cinco kilos de tomate y tres de limón que produjeron en su terreno; otras venden humitas, tamales, caldos de gallina y elotes hervidos que acompañan con trozos de queso blanco. Si alguien quiere hacerlas que midan su huella de carbono, por favor que tenga la delicadeza de hacer (como ya Google lo hizo), una versión en Quechua.

Después de dos humitas y un jugo (total, dos soles cincuenta), me subo al micro que me llevará a la ciudadela de Wari. Mil seiscientas hectáreas han sido delimitadas como espacio a cargo del Instituto Nacional de Cultura que ha hecho, por temporadas y de acuerdo con los vaivenes presupuestales varias excavaciones de la enorme urbanización que alguna vez contuvo al centro de operaciones de esa civilización. Se dice que en su época de apogeo (alrededor del año 1100 DC.) habitaban en esa urbe cincuenta mil almas y que tenían un sistema de lo más complejo para traer el agua desde una laguna a más de quince kilómetros de distancia. En el suelo yacen los restos del acueducto que en ocasiones era subterráneo y en otras, externo.


A pesar de las pobres condiciones en que se encuentra, se puede apreciar la enormidad de su importancia histórica. Se dice que 21 barrios dividían a la ciudad y que las construcciones llegaron a tener hasta tres niveles de alto. Se sabe, por la influencia de sus artesanías y arquitectura, que llegaron hasta el Cusco y Moquegua (la frontera con Chile) en el sur. Durante las dos horas de visita pudimos apreciar varias de las construcciones, así como bastantes restos de vasijas, artesanía y piedras semipreciosas.


¿Qué ha sido de Wari ahora? Una gran pelea legal que enfrenta al INC con los comuneros que prefieren producir tunas en el sitio arqueológico e intentar exportarlas (me pregunto a dónde) en lugar de tratar de conservarlo y rescatar el patrimonio. Es probable que el producto, con el TLC y la famosa Sierra Exportadora (uno de los programas sociales de Alan), las tunas den ingresos que permitan al imperio Wari resucitar de las espinas de las nopaleras.

Al volver de mi visita, hice una pequeña parada en el museo de la capitulación, donde se firmó el acta que proclama la libertad del Perú. En el sitio se conserva una pequeña casa de adobe con uno de los primeros ejemplos del saqueo de Wari: el acta de independencia se firmó sobre una piedra de aquel conjunto arqueológico. Vuelo a mis reflexiones: conservemos el patrimonio… ¿el de quién? (continuará…)

Historia de un jaguar en tierra de Otorongos (9 de 12)


“Una cerveza helada por favor” –le pido al mesero. Después de disfrutar los dos primeros tragos que tomo directamente de la botella suficientemente fría para el sol de la capital ayacuchana, viene a mi mente que en efecto, en el Perú, cuando uno viene del campo cualquier urbe, por pequeña que sea, es como una gran ciudad: el fluido eléctrico es uniforme, hay restaurantes operando casi a cualquier hora, se puede comprar un postre para después del almuerzo, existen las frutas y verduras, e incluso se puede elegir entre un grupo de hospedajes disponibles.

¿Es este el significado de modernidad? A la par de la variedad vienen los incrementos en precios: el presupuesto de todo un día en el campo se va sólo en la noche de alojamiento; un taxi dentro de la ciudad cuesta lo mismo que todo el trayecto hasta el pueblo y así, uno pasa de la economía andina de subsistencia a la de las leyes de mercado que no toleran la solidaridad, gratuidad y donación: dar, en el campo, es un gesto de amistad; dar en la ciudad, es ayudar a un mendigo.

El día anterior, después de mi visita al museo, había ido a almorzar y por la tarde, de corolario leí este texto que recibí como obsequio un poco antes de dejar la gran capital del Perú: “Nunca más! Informe de la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) de Argentina”.

Impreso por primera vez en 1984, el documento relata en sus casi quinientas páginas, la tortuosa y terrible historia de la represión organizada que se llevó a cabo a partir de la toma de poder de los militares argentinos en 1976 y que no culminó sino hasta finales de 1983. el libro narra, con lujo de detalle, los resultados obtenidos durante las pesquisas realizadas al respecto: se describen los centros de confinamiento, las torturas infligidas, la forma en que procedían los militares y los policías para realizar las detenciones ilegales, algunos casos particulares, la coordinación represiva en Latinoamérica y un sinnúmero de aspecto que sufrieron más de treinta mil argentinos (y uruguayos) durante esos años. El grado de análisis y detalle provoca escalofríos y me devuelve una vez más a la realidad de nuestra América Latina. No parece haber existido una nación que se escapara de estos regimenes y de la brutalidad. En México, por ejemplo, poco se habla de esto, pero han existido también desaparecidos, presos políticos, detenciones arbitrarias y parece que preferimos dejara al olvido, tal vez creyendo que callando lograremos olvidar, que ignorando borraremos las cicatrices y que perdonando haremos justicia, cuando sabemos que el crimen que queda impune es un crimen que siempre puede repetirse.

Otra vez la memoria. Pero no se trata de revivir a nuestros muertos para hacerlos hablar, sino de hacer que los vivos creen un poco de conciencia sobre lo que sucedió, así como hubo muchos fallecidos, también hay vivos que tienen alguna culpabilidad y que deberían responder por aquello que hicieron. Decía Alejo Carpentier que lo que le sorprendía de las guerras no era el número de muertos, sino el de vivos que quedaban para contarlas y desafortunadamente la historia es escrita por los que vencieron, no por los que la sufrieron. Es cierto que de la guerra civil española apenas en los últimos años se han conocido más detalles, tal vez haya que esperar, como lo hacen algunos, que expiren los plazos para que se abran los archivos y entonces sí, conozcamos la verdad y enjuiciemos a los culpables en su tumba.

Después de leer un rato decido ir a la habitación, en donde me sorprende un corte de electricidad que me hará dormir temprano. Al día siguiente por la mañana, vuelvo a esta ciudad con el objeto de seguir mi camino hacia Huanta, un pueblo más al norte, pero el asunto resulta imposible: un poco de comodidad, agua caliente, cerveza fría y mis genes urbanos me exigen hacer una pausa de una noche en un sitio en el que pueda ser víctima –ese masoquismo del que no me he logrado deshacer- de los precios, de la calidad en el servicio, de la globalización, de las bebidas internacionales y de un poco de fiesta.


Al poco tiempo de caminar encuentro un hotel barato, suficientemente lejano de las pulgas que siempre buscan la economía, pero bastante alejado de los sueños que van por la comodidad de una king size (¿para qué la quiero si no tengo espectadoras para hacer piruetas?) y retomo mi acercamiento cibernético en las cabinas dónde los asientos son tan reducidos como los de los microbuses. Ahí puedo conectarme con el otro lado de mi mundo para decirle que estoy vivo y que en realidad sólo estoy tratando de cambiar, pues el que es extranjero, siempre será extranjero. Tal vez la preposición que más sirve para señalar a alguien sea “de”: cuando estás en tu sitio de origen eres Juan, el hijo de… pero cuando estás fuera de tu tierra, siempre serás Armando el de…

Una breve caminata en búsqueda de un sitio para comenzar a festejar un fin de año que en lo personal no marca un ciclo, sino un corte breve (como cuando terminas de correr y pones el cronómetro en cero, pero aún debes volver casa) y tras encontrar una mesa conveniente sigo las instrucciones de Café Tacuba: me abandono y me dejo caer.

CAPITULOS 10 Y 11



Yo me atrevo a decir que en el Perú pasó lo mismo que en Argentina. Tal vez peor aún, porque ni registros deben existir. Ni habeas corpus, ni reportes de cuarteles. ¿Cómo podrían morir 75 mil personas y ahora ser todo tan silencioso? ¿En qué parte del juego se perdió la conciencia colectiva? ¿Los afectados prefirieron no hablar del tema? Es de suponerse que un rol en esto, la relativa cerrazón del país tuvo un rol muy importante: mínima presión internacional que se tradujo en libertad para los represores de ambos bandos.

A mí me gustaría hacer una tropa de teatro, una especie de Cirque du Soleil, pero no para fresas-pitucos-zscifrinos, sino una escuela itinerante, un espectáculo que abordara temas de interés para las pequeñas poblaciones: derechos humanos, educación sexual, higiene, explotación infantil, violencia intrafamiliar. Tendría que ser una tropa profesional, que a la par del mensaje, diera un buen espectáculo: que fuera capaz de cautivar a la audiencia, de dejarla con una posibilidad de reflexionar. El todo se podría complementar con una biblioteca también itinerante tal vez un cuenta cuentos.

La tropa invitaría a un local o de la región que pudiera replicar la idea y comenzara por ser el cuenta cuentos. Se deberían vender los boletos al gobierno, a las empresas, quienes donarían esas entradas a los pobladores: es la única forma de hacerlo viable. Yo no sé si podría ser negocio, aunque tal vez si se juega con la imagen y se explota un poco podría generar algunos ingresos adicionales, pero requiere en un principio, de un financiamiento grande, a menos que de verdad comenzara por ser un sueño de unos cuantos…

En el Perú, un Reposo campestre es un sitio donde, en una huerta, un emprendedor pone sus mesas y hace un restaurante para los fines de semana y los días de fiesta. Ahí, los visitantes acuden para probar una deliciosa pachamanca (que es un plato típico cocinado en un horno que se hace ex profeso en la tierra, donde se prepara un gran fuego en una cama de piedras y después se recubre con más material pétreo. Se le hace calentar y cuando alcanza la suficiente temperatura (ignoro si el termostato existe, es tradicional o proviene de la tecnología nórdica) se mete una especie de tamal gigante que contiene habas, carne, papa, huacatay –una especie-, camote, y algunos otros ingredientes y se derriba la construcción sobre el todo, lo que le recubre y permite un cocimiento uniforme), una parrilla (asador portátil que se pone sobre la mesa y le da los últimos toques a la carne previamente cocinada en una parrilla normal), cuy (conejillo de indias, producto que suele ser motivo de discusión con los extranjeros: “¡Pero si esa es una mascota en mi país”) y demás platillos locales.

La infraestructura, según el sitio, puede ser bastante rudimentaria o muy lujosa (no olvidar la máxima de la distancia, enunciada capítulos atrás), pero en general, además del alimento suele haber siempre una buena disponibilidad de cerveza y licor (si bien en esta zona del país está de moda la caña, un aguardiente de ¡Oh sorpresa! Caña de azúcar, nada controlado, distribuido en enormes garrafas de plástico sin etiqueta o identificación que tiene más similitud con el alcohol de 96° que con el nada despreciable y económico ron Cartavio.

Yo encuentro que Ayacucho tiene una mezcla muy particular a nivel cultural: tiene una zona de alta montaña (que visité al llegar), la parte de ciudad con diseño colonial bien conservado y un toque de urbanización relativamente mejor a la de otros sitios (tiene su terminal de autobuses interurbanos, las motos taxi no pueden circular en el corazón de la ciudad, la universidad es grande) y un poco más al norte cuenta con una zona baja en a que se producen frutales. El clima más templado siempre le imprime un toque más extrovertido y es ahí donde encuentro la diferencia más marcada: la gente sonríe un poco más, se anima a charlar, ve las cosas menos difíciles. Incluso la música que se escucha (con frecuencia en los sitios populares se tocan CD de los artistas locales) es menos cercana al clásico huayno, aunque no por ello deje de ser andina.

El folleto guía que me obsequiaron en la oficina de turismo indicaba que Huanta y Luricocha eran dos sitios dignos de visita, pues su clima la producción de frutales y su gente los hacían particulares. Estos argumentos me convencieron para dejarlos de postre, como un último ejercicio de acumulación de energía previa a la vuelta a la gris ciudad, pero olvidé por completo que los latinos tenemos esa sorprendente habilidad para disfrazar las cosas.

No, no es que mintamos, es sólo que vemos las cosas con distintos ojos.

Comencé a sospechar de ello cuando, en Quinua, a dueña del hostal me hizo una pequeña mueca de indiferencia: “¿Huanta? Sí, bueno...” pero el turista busca en su Lonely Planet y decide con base en ello; el viajero va a comprobarlo. Tenía que asegurarme de la recomendación.

Primer día del año, nueve de la mañana. La ciudad aún bosteza y duda entre levantarse y girar su enorme cuerpo en el sentido opuesto del sol. Sólo unas cuantas alma –los abstemios del día anterior- se han decidido a recorrer las calles, tal vez pensando hallar entre los restos de la noche alguna sorpresa que les haga creer que el año nuevo viene cargado de buenos augurios.

Yo decidí iniciar mi año sobrio. Por una vez no hay sufrimiento, no hay dolor de cabeza, no hay estómago convaleciente, el sol no quema los ojos, la boca no está reseca y pastosa, mis pensamientos no son más incoherentes de lo normal… la vida fluye en paz.

Cuando subo al transporte motorizado de dos ruedas y le pido que me lleve al paradero, 2008 me parece tan fresco y al mismo tiempo tan igual que no distingo la diferencia entre el primero del año y un domingo cualquiera que, al fin y al cabo, también representa un inicio (de semana, pero inicio). Desde Huamanga –es que Ayacucho, me explican, aunque es el nombre de la capital, también es el de la provincia, así que para evitar los malos entendidos, se usa el nombre del distrito: Huamanga, aunque Quinua también es parte de Huamanga. Hasta Huanta sólo hay cuarenta kilómetros, casi la misma cantidad de minutos.

Pero Huanta es un pueblo de calles alineadas, con una plaza central –alrededor de la que están todos los hospedajes- que no tiene mucho de tradicional, ni de atractivo. Aún si quisieras gastar en un buen hospedaje, no parece existir. En la experiencia de viaje, se deben absorber las buenas, las malas y las feas, así que camino un poco, calle abajo, calle arriba, cruzo una plazoleta, vuelvo sobre mis pasos y termino por hallar un sitio relativamente más cómodo.

Primer cliente del año, primer mexicano. ¿Quién más se podría parar por este sitio perdido? Llegar es ya de sí una casualidad ¿causalidad? Pernoctar es aún más extraño, pero volver a la capital no me dice nada. Prefiero cien veces más la calma del pueblo, aunque éste no tenga más de tres calles pavimentadas.

Una vez que pregunto el precio y sugiero la habitación individual con baño de treinta y cinco soles, el propietario me lleva hasta una habitación con tres camas (una doble y dos individuales) y su baño. Ahí, me señala que la mía es una de las individuales –cosa lógica, pues es lo que pedí- e inmediatamente después comenta que “la otra” –señalando la matrimonial- me costaría cincuenta soles.

Con la duda de cómo hará para comprobar que duerma en la individual y no en la doble, le digo que acepto y deposito mis cosas. Luego de registrarme salgo bajo el inclemente sol hacia Luricocha que, de acuerdo con mi guía, es un pueblito pintoresco. Estar cerca de la Giocconda y no acercarse para ver si es cierto que siempre le mira a uno sería un gran error, así que decido caminar los cinco kilómetros de distancia que me separan. No parece haber mucho en el trayecto, pero como siempre, cuando se pone atención en el detalle, se observan esas pequeñas diferencias: la producción de frutas permite una mejor economía, las calles están pavimentadas, hay más servicios de telefonía, de corriente eléctrica (por la noche comprobaremos su durabilidad) y un sistema de distribución de agua por acequias. Al mirar las casas y a los pobladores, se notan las diferencias de vestimenta, de productos en las bodegas, pintura y acabado de ciertas casas.

Después de unos minutos de marcha, arribo a una ladera muy verde y cien metros más adelante, el centro de la población, con una iglesia en que se celebra justo en ese instante la primera misa del año. Paro en la bodega más cercana y pido una bebida. Mientras me siento a disfrutarla en el asiento exterior (el clásico banco de madera que se encuentra afuera de las tiendas de los pueblos) llega un policía sin uniforme, pero que presume de serlo y de haber fugado de sus obligaciones del día. Pide una cerveza, toa la mitad y unos instantes después termina la misa: la gente comienza a salir paulatinamente.


Algunos chicos hacen unos bailes sincréticos que parecen mostrar al mal que ataca a quienes no hicieron buenas obras en el año, mientras unos chicos buenos, emplumados danzan siempre huyendo de los señores del mal. En el mismo sitio, unas damas cargan con su niño Dios –seguro se han confundido, pues su personaje nació en el solsticio de invierno (de acuerdo con la traslación solar) y no el primero de enero (que es una fecha, si bien aceptada por el catolicismo, de tradición romana). Un niño de 7 días no debería andar por la calle.

Mientras observo todo este movimiento a la distancia, unas personas se acercan a saludar a mi policía encervezado que comienza a llorar por algo que no comprendo (otra vez el Quechua ¡Deberían prohibirlo! –me río) y al tiempo que le desean un buen año, se acercan a felicitarme también con un abrazo de paz. Al poco rato me aburro de lloriqueos castrenses y decido moverme a ver qué más puedo hallar en el pueblo.

Un par de fotos más y luego entro en el recreo, donde supongo que me podrán proporcionar un pequeña oasis para tomar un par de cervezas, huir del sol, comer algo típico y al mismo tiempo, escuchando música andina, mirando las mesas repletas de familias con sus hijos jugando en el jardín y sintiendo el sol desde la sombra de mi árbol, decirme que sí, que esto es lo que quiero de mi vida.


Historia de un jaguar en tierra de Otorongos (11 de 12)

Del recreo, mi primer encervezada campestre y observación de población local, no hay mucho que decir. Tal vez criticaré la carne que produce el Perú, no con el afán de atacar a la industria ganadera, sino a su inexistencia (o felicitar a los productores de chicle). Acá las vacas son flacas: debe ser porque están forzadas a comer poco pasto y caminar grandes distancias. El asunto es que un plato de res, hay que acompañarlo de tres cosas esenciales: un cuchillo de sierra, limón y ají. Es la única forma de contrarrestar la triste realidad.

Pero comí. Comí y la pasé bien, bebiendo y escribiendo. Bajo el sol y a la sombra de un palto, como se llama acá a nuestro mexicano aguacate.

Cuando el tiempo llegó, salí, hallé un taxi colectivo y volví a Huanta, a incubar mi primera borrachera: no hay duda que la vida de un nadólogo es definitivamente compleja. Cuando pienso en las contradicciones en que incurro, recuerdo mucho aquella frase con que Walt Whitman respondía cuando se le acusaba de no ser coherente con sus afirmaciones: “¿Me contradigo? Sí, es cierto, me contradigo: ¡Soy inmenso, contengo multitudes!” Vaya manera de sacar el ego como justificativo. Si es cierto que me había preciado de la cabeza limpia y de haber dejado la resaca como estatus frecuente en el 2007, he aquí que la borrachera vuelve. Ahora constato que si bien “todo cambia a la larga” (esto lo dice un personaje de Wenders en una nota que adosa a una puerta), también es cierto que todo vuelve y que quien viaja y escribe no puede evitar algunas actividades del andariego.

“La posada del marqués” era el nombre de mi albergue. Fue un pequeño remanso inesperado: una vieja hacienda que fue remodelada para fungir como hotel. Hallar este sitio habría ido contra los pronósticos, a menos que se viajase con un manual del aventurero tipo Guide du routard o Baedecker, que lo saben todo y son el orgullo de la autodenominada raza mochilera, en ocasiones incapaz de hacer verdaderamente un poco de aventura, pues basta con leer lo escrito. Y si “todo está escrito” –diría Lawrence de Arabia, ¿entonces qué caso tiene que busquemos las cosas? Prefiero andar y no encontrar; arriesgar y hallar. Cualquiera de estos dos binomios es más divertido que abrir un libro y decir en mal español: “La posadaw del Marqueis porw favor, amigow…”

Último día de viaje. No, no me quiero quedar; tampoco quiero volver: en mi casa me esperan cuatro paredes, una cama conocida, una computadora y mi contactos del Messenger, listos para contarme lo bien que la pasaron este año nuevo en los restaurantes snob, en las casas de campo de sus amigos, en compañía de sus familias. Me aterroriza esa pregunta y el largo silencio que haré antes de responderla: “¿y tú…?”

Pero volver es inevitable. Sólo los hombres de la talla de los grandes misioneros, revolucionarios o aventureros han quemado los botes y se han negado a retornar al origen. Soy un aprendiz de viajero, aún mantengo mis rasgos de turista, y finalmente, el sustantivo turismo es, en su etimología, simplemente eso: tornare. Volver, hacer media vuelta, girar.

2 comments:

Anonymous said...

He disfrutado cada uno de los capítulos y en esa tu experiencia he viajado por escenarios que te invitan a conocer de cerca la diversidad de este país.

Samuel Morales said...

Gracias! Ojalá te animes, es un lugar mágico!